De la cocaína al sueño
Corría el año 1884 cuando
Sigmund Freud escribía a la que entonces era su prometida sobre sus deseos de
acceder a la fama[1].
En ese momento sus intereses se desplazaban sobre el cuerpo y el dolor y su propuesta
para erradicarlo, calmarlo, era la aplicación de una droga: la cocaína. Fue
también por visitar a la novia que según nos cuenta en la autobiografía, Freud
se pierde la oportunidad de convertirse en la descubridor de las propiedades
anestésicas de la cocaína. Se pierde la oportunidad de ser un médico famoso.
En 1895 arremete con el deseo de
gloria pero esta vez a través de un sueño y su desciframiento: el de la
Inyección a Irma[2].
Imagina entonces una placa inmortalizando tal descubrimiento, el del enigma de
los sueños.
En ese recorrido que iría de la cocaína al sueño, Freud
se demoraba y se debatía entre dos Cuerpos.
Por
un lado el que le traía el dolor definido para ese entonces como una
“hemorragia interna”[3],
como un “agujero en el psiquismo”.
Cuerpo
que reaparece a su vez en la descripción de las llamadas neurosis actuales. Por
otro lado el cuerpo que le presentaba su maestro Charcot no había dejado de
impresionarlo. En el ámbito de los martes, el seductor neurólogo se hallaba
generalmente frente a una joven mujer que con los senos turgentes, los ojos
semicerrados, el torso y la cabeza para atrás parecía a punto de caer. Allí el
cuerpo doliente era un cuerpo con velos y con enigmas: ¿cómo es posible que en
una posición tan inverosímil dicha mujer no pierda el equilibrio?[4]
Ya a
fin del siglo XIX Freud postulaba que la lesión de las parálisis histéricas
eran por completo independientes de la anatomía del sistema nervioso[5]. Se
trata por lo tanto de un nuevo cuerpo que poco o nada sabe de la anatomía y que
se ofrece al OTRO como acertijo a ser leído
Freud,
decidido y audaz, adquiría su fama como psicoanalista. Como aquel al que se le
suponía el saber sobre el cuerpo que será erógeno y que para serlo debió
aceptar una caída: la del organismo biológico.
Muchos
años después y luego de un recorrido por el narcisismo y la teoría pulsional
retornan en la teoría freudiana el tema del dolor y del “trauma” que pertenecen
más al registro del “Más allá” que al del placer, más al registro de la
pesadilla que al del sueño.
¿Se
puede hablar de un cuerpo del Más allá del principio del placer, de un cuerpo
que no es el del sueño sino el de la pesadilla?
Mientras
dejo planteado el interrogante me sumerjo en el presente de este fin de siglo
que coincide además con el fin del milenio. Me sumerjo en los obstáculos con
que la clínica de hoy nos desafía. Me sumerjo en las respuestas que los
psicoanalistas hemos de ir dando.
Solemos
oír en forma frecuente: “Ya no existen verdaderos neuróticos”. El tiempo se ha
llevado el funcionamiento generoso del cuerpo de las histéricas. Se llevó
también algunos bellos sueños, lo cual demuestra que el cuerpo, como el síntoma
varía y desvaría en concordancia con lo social[6]. ¿No
asistimos hoy acaso a la pesadilla de la droga, a la pesadilla del SIDA?
También las actuales “epidemias” de bulimias y
anorexias, más allá de la singularidad del caso, nos devuelven rasgos propios
de esta etapa.
A su vez el aumento de las enfermedades psicosomáticas
ligadas popularmente al ya famoso, “estrés” llevan a proponer su resolución por
la vía de la ingesta de medicamentos, de drogas lo cual nos evidencia una
tendencia rápida y desesperada a acallar el dolor.
Y estas “nuevas enfermedades del alma”[7]
suelen colocarnos más de una vez en un lugar que se parece al de la impotencia.
Pero al mismo tiempo, cual obstáculo se constituyen paradojalmente en motor
para un avance posible, en motor para agudizar nuestro deseo de ser analistas.
Esto se hace notar particularmente en los adolescentes.
La adolescencia: ese nuevo
despertar
Es sabido que la adolescencia no es un término usado
por Freud; el que nos habla de pubertad, más precisamente, de la metamorfosis
que esta etapa incluye. Metamorfosis implica cambio de forma, pasaje.
Desde entonces, cuando hablamos de adolescencia, la
entendemos como un tiempo de cambio, un tiempo de transformación que remite
simultáneamente a pasión, sufrimiento, adolecer. Será por eso que en este fin
de milenio caracterizado, entre otras cosas, por un progreso tecnológico
impresionantemente rápido, que nos excede, los adolescentes sean tan proclives
a mostrarnos algo, o mejor dicho, a querer decir algunas cosas con eso que nos
muestran. Ellos, que justamente están más sensibles que otros a la recepción de
los cambios. Hay una protesta en lo que nos traen y también un llamado mal formulado,
pero algo intentan decir cuando corren picadas con sus motos, o cuando toman o
se drogan hasta el amanecer en lugar de hablarse y hasta de tocarse.
Y es que en ese momento al que podemos clasificar como
el de un despertar, la droga suele jugar un papel a considerar. ¿Por qué un
despertar? Una pequeña digresión sobre este término y lo que implica me
permitirá articular el tema de la adolescencia con el cuerpo y la droga o las
adicciones.
Todos recordarán que Freud en la metapsicología habla
del momento de despertar del sueño y la diferencia que se produce en la escena
entre estar dormidos y estar despiertos. El despertar es un tiempo de conmoción,
de crisis de la representación del mundo. Cualquiera de nosotros puede recordar
la sensación de irrealidad que experimentamos al despertar y el gradual armado
de la pantalla del mundo, que nos permite reubicarnos. No es sin relación a
esto que Freud habla de otro despertar: el sexual.
Nos dice que la pubertad es un momento específico de
despertar sexual: pero no es el primero. Se lo llama secundario. El sujeto en
la primera infancia ha atravesado un primer despertar que no es banal a la hora
del segundo. Ante la conmoción del segundo despertar el sujeto busca las
marcas, los investimentos libidinales con los que se contó en la primera vuelta
edípica.
Lacan dice que la primera vuelta del despertar sexual
le da al sujeto un cheque (un título), que recién podrá utilizar en la segunda.
Sucede a veces que cuando el adolescente sale al mundo, sale al otro sexo, mete
la mano en el bolsillo y no encuentra el cheque (el título), o se encuentra uno
muy precario. Es decir, salir a la exogamia implica poder hacer juego con los
recursos que la familia le ha dado durante la primera infancia.
Lo que ocurre en que unas cuantas ocasiones esos
recursos son muy pobres, muy escasos, y entonces cuando salen al mundo no saben
que hacer para reconocerse y hacer que lo reconozcan. No saben tampoco qué
desean. El encuentro con lo desconocido los lleva en alguna de tales ocasiones,
al recurso de la droga, para paliar el dolor que la conmoción de lo desconocido
le produce.
De la clínica: una escucha en
singular
Un testimonio de la clínica, un recorte de ello, será
ocasión de articular las nociones antedichas.
José tiene 22 años, desde los 15 consume cocaína a la
que suele acompañar con alcohol. A raíz de un episodio de violencia su familia
decide vigilarlo severamente provocando con ello una brusca interrupción con
ambos objetos (alcohol y cocaína).
Pocos días después José presenta todos los síntomas
del denominado “síndrome de abstinencia”. En esas circunstancias es llamado un
psicoanalista. Este se encuentra con un joven de rostro desencajado, presa de
un pánico que se refleja en su confusión, en su mirada y en los gritos que
profería.
Sudoración, temblor en sus extremidades y un insomnio
que lo mantiene en vigilia permanente, se agregan al cuadro. Ni él, ni sus
familiares “pueden ya más”. La abstinencia le producía la reaparición de los dolores
que su cuerpo anestesiado antes no percibía. La abstinencia le implicaba el
retorno de una búsqueda desesperada de la droga para lograr la cancelación
tóxica del mismo[8].
Se advierte de esta forma que la relación de extrema
dependencia con la droga, relación comparable con lo pasional, no tenía valor
de síntoma, en el sentido psicoanalítico de una formación de compromiso entre
una representación que busca retornar y una fuerza represora o contracatexia.
Más bien la adicción tiene la estructura de una formación narcisista. Que
revela en verdad, el fracaso en estos pacientes de la organización narcisista.
Es decir, la correspondiente a la primera vuelta o primer período de la sexualidad
infantil. Por ello cualquier falta le produce la imposibilidad de soportarla,
lo remite a un vacío que hay que llenar de inmediato. En la bulimia será con la
comida, en la adicción tóxica será con la droga. Como si quisiera parar una
“hemorragia” se agarra de un recurso, se abraza a la droga.
Tiempo después efectivamente José narrará que son
estados de vacío e inseguridad en extremo los que lo llevan a recurrir a la
droga. Su vida es descripta como una permanente desesperación. Se define como
alguien sin fuerza, sin vitalidad. Cuando no consume es alguien “sin motor”,
“sin pilas” según su decir. La cocaína, el vino, o la combinación de ambos son
para José los encargados de poner su cuerpo en funcionamiento.
Y no sólo a su cuerpo. Dejaré por un momento la
adolescencia de José para referirme a una característica que suele marcarse
como general.
El adolescente y las palabras
El adolescente queda en una particular relación con
las palabras, Suelen hablar poco, o mucho sin decir nada. Suele también usar
una jerga propia, propia de los grupos, Así como su cuerpo les resulta extraño,
la palabra. Esto es justamente lo que hacen sentir a sus interlocutores.
Las palabras que tiene el adolescente le resultan
ajenas; son aquellas que sus padres le han prestado; fue hablado mucho o poco
por sus familiares que lo antecedieron. En la búsqueda de las mismas trata de
usar los mas variados recursos. Tratará de hacerse oír. Como antes decía, no
siempre lo hará por el camino más directo y eso le cuesta a veces hasta la
vida. Con su adicción por ejemplo quiere decir algo al tiempo que quiere marcar
un rasgo que lo diferencia sobre todo ante un mundo violento, competitivo y que
pretende uniformar a todos con un mismo ropaje.
En este momento del trabajo, varias vías posibles y
atractivas se abren para la reflexión. Resultaría tentador hablar, del modo en
que a veces esta problemáticas quedaron excluidas del consultorio de los
analistas. Referirme entonces a una escucha y a una posible, aunque no por ello
fácil, dirección de la cura.
Resultaría igualmente interesante profundizar más la línea
de la relación con lo social o con el malestar de la cultura de hoy,
caracterizado como el momento de caídas: de ideologías, valores, etc.
Pero obviamente dado el título del trabajo y aunque
incluyendo en mis decires tales temas, me referiré en forma más precisa, al del
cuerpo en relación con la primera pregunta que dejé en suspenso.
El cuerpo de la pesadilla
¿Se puede hablar del cuerpo de la pesadilla como un
cuerpo distinto al del sueño? José nos ha adelantado una respuesta desde la
clínica pero es Ernest Jones[9].
Aquel psicoanalista amigo y biógrafo de Freud es quien nos permite dar una
vuelta más a través de su libro sobre la pesadilla. En él nos describe en
detalle la fenomenología de este padecimiento. Dice, primeramente que quienes
la sufren sólo ofrecen un desarticulado y débil eco de la terrible realidad
mental. Rompiendo toda barrera del deseo de dormir, la pesadilla causa un
compromiso de carácter orgánico por las agonías violentas con sensaciones de
parálisis y aprisionamiento. Una respiración difícil y una imposibilidad de
todo movimiento voluntario completa el panorama. La persona despierta sacudida
por el pánico aunque este continúa en forma de palpitaciones, agotamiento,
depresión y desconfianza.
Jones investiga en su trabajo las figuras medievales
que sirven para dar forma a la pesadilla. Incubos, súculos, vampiros. Todos
demonios de la noche. El vampiro se destaca por sobre ellos en su carácter de
visitante nocturno, adoptando distintas formas. El vampiro es por definición un
espíritu “chupasangre” o el cuerpo reanimado de una persona muerta que se
alimenta de la sangre de otros.
La sangre de los demás es la que le permite vivir.
Este rasgo denuncia la relación parasitaria: vive a expensas de otro cuerpo, de
lo contrario queda reducido como puro resto. Entonces a partir de estas
consideraciones se puede decir que el cuerpo del adicto se asemeja al de dicha
figura pesadillezca. En esta analogía resulta importante recordar dos
características que las películas sobre vampiros nunca dejan de mostrarnos. Por
una parte tales figuras, siniestras por cierto, no pueden reflejarse en el
espejo. Por otra cuando chupan la sangre de alguien transforman a esa víctima
en vampiro. Se restituye así algo del orden fallido del transitivismo. El
cuerpo del adicto es el que según su decir vive por y gracias al consumo de la
droga, al tiempo que ésta lo consume y lo parásita.
Es un cuerpo entre la vida y la muerte que
para funcionar ha de recibir “la sangre”, la “prótesis” de la droga. ”Sin ella
no soy nada, ni nadie” suele comentar José. Y no está hablando de su novia, ni
de persona alguna. Está hablando de la cocaína, “su motor”, “sus pilas”.
El joven capturado en un dispositivo de dependencia
vive su cuerpo en una dimensión real, de órganos que le pertenecen o le faltan.
Dimensión del autoerotismo previo a la reflexión especular. La fase
identificatoria del espejo ha sido inoperante. En la primera vuelta a falta de
una mirada de sostén y reconocimiento: sólo ha encontrado una órbita vacía[10], la
misma en la que dice caer cuando le falta la droga. Por eso la satisfacción
pulsional es directa, es desnuda. Por eso lo situamos en una dimensión que está
más allá del principio del placer. Si el sueño es el guardián del dormir, es
también el guardián del cuerpo. Mientras que en el sueño se alucina inventando
representaciones del deseo, la droga es para el adicto la restitución al cuerpo
de un órgano faltante, una “prótesis psíquica” que se constituye en el
equivalente de una formación alucinatoria, José como otros tantos, no puede
soñar; no puede a través del sueño inventarse cuerpos que lo representen y que
representen su deseo. La pesadilla tampoco se le aparece de noche solo como un
mal sueño. Es su sueño permanente. De día y de noche se debate entre el cuerpo
paralizado, apresado, desvitalizado y el de una errancia sonámbula permanente y
dislocada.
Restablecer y/o construir la vía que va de la droga al
sueño, del goce mortífero del trauma a la ligazón, del cuerpo de la pesadilla
al cuerpo erógeno del sueño y su despertar, es el difícil y complicado camino
que el psicoanalista debe procurar que transite el paciente toxicómano, camino
que casi nunca o sólo muy pocas veces, éste, lo ha recorrido.
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