Adolescencia y droga, dos términos cuyo enlace ya no puede
sorprendernos.
Dependencia, adicción, sociedad de consumo: otra cadena asociativa que
se nos impone sin dificultad.
La adolescencia no es un hecho nuevo, el condicionamiento adictivo de
la cultura tampoco lo es del todo. Sí lo es este síntoma como emergente del
encuentro entre esa sociedad que llamamos de consumo y cierta disposición
particular de la etapa adolescente.
En el adolescente el uso de drogas como fenómeno masivo nos invita a reflexionar
acerca de su integración en nuestra sociedad y deberá ser entendido junto a
otros síntomas como la delincuencia, la violencia o el suicidio. Desde la
sociedad una perspectiva ampliada deberá incluir los factores económicos,
ideológicos, sociales y legales de nuestra cultura actual.
Comprender el fenómeno, prevenirlo y tratarlo nos llevará por caminos a
veces intrincados y no siempre cercanos a la visión psicoanalítica. Como
psicoanalista me limitaré a desarrollar aquellos aspectos de la adicción a
drogas y de las adicciones en general que toman en cuenta las motivaciones
profundas, es decir inconscientes, no sólo del individuo, sino también del
medio familiar y de la cultura en general.
En este tema la dialéctica predisposición individual - factor desencadenante ambiental adquiere una
dinámica singular. Cuando creíamos esencial la estructura adictiva de la personalidad,
descubrimos con sorpresa que la intensidad de los estímulos externos hacia el
consumo en general y hacia la droga en particular es tan elevada, que a veces
torna imposible evaluar adecuadamente la predisposición. Nos hallamos ante un
hecho que los publicistas llaman agresión por la oferta.
La inducción del entorno ejercida sobre el punto de ruptura por la
crisis adolescente tiende a facilitar la salida hacia la droga, y más aun, la
oferta concreta de fácil acceso y a bajo precio hace que el sujeto no deba ya
¨ir hacia la droga¨, ya que la droga ¨viene a él¨.
Hablaré del condicionamiento básico de las adicciones generado por la
ideología de la sociedad de consumo, de los rasgos familiares que favorecen el
desarrollo de la estructura adictiva, de la adolescencia como momento
privilegiado para el inicio de este síntoma, por último, de las características
inconscientes de la personalidad del adicto en relación con su psique, su
cuerpo y sus objetos; mostrando cómo se origina en la historia de un individuo
su tendencia a la adicción y cómo se actualiza ésta en los síntomas.
No me voy a referir sólo a la adicción a drogas, sino a las adicciones
en general, y más ampliamente a una estructura particular presente en cada
sujeto y que remite a la patología de la dependencia.
Acerca del bienestar y malestar en la cultura
Sin hacer un
estudio crítico de nuestra sociedad, elegiré sólo algunos elementos inconscientes
en aquellos ideales e ideologías directamente relacionados con la predisposición
al uso de drogas.
La cultura actual, a partir de la inducción al consumo, propone un
modelo de pensar al mundo. Se cree llegar a ser en relación al tener; en
función de aquel objeto externo que, al resolver las necesidades, también
tranquiliza, valora y completa. Las vivencias de falta o tensión interna serán
rápidamente aplacadas con la compra o la incorporación de un objeto externo, en
vez de ser reconocidas y elaboradas.
Podemos decir que toda la actividad mental del ser humano se halla al
servicio de reconocer, negar, y a la vez elaborar las primeras separaciones, la
incompletud, y en última instancia la muerte.
La experiencia del desamparo genera el anhelo de reencontrar aquel
objeto único que satisface todas las necesidades y remite a la madre de los
primeros tiempos de vida. A partir de la primera separación, este objeto único
sólo puede hallarse como una promesa de unión y completud.
Ésa es la veta que explota la estrategia publicitaria: prometernos un
objeto que ofrece la ilusión de aplacar la necesidad y colmar el deseo.
Del mismo modo en nuestra cultura ciertas teorías científicas cerradas,
los dogmas, algunas ideologías proponen esta misma idea: encontrarlo todo allí.
Se olvida provisoriamente la incertidumbre, ante un sistema de certezas que da
respuesta a todo.
Pero al igual que en el adicto, esta experiencia concluye en desilusión
y reaparecen así la angustia y el desamparo. En el mejor de los casos. La otra
opción será quedar encerrado para siempre en un sistema delirante.
Creíamos que cuando un individuo podría desprenderse de su medio
familiar y salir al mundo de la cultura se transformaba en un ser independiente;
comprobamos ahora que la propuesta de la cultura en muchos sentidos es generar
nuevas formas de dependencia.
Así ciertos sistemas ofrecen soluciones tentadoras: satisfacción a
necesidades y deseos, alivio para el miedo y la angustia, descarga de la
hostilidad, absolución del sentimiento de culpa, formaciones de compromiso para
los conflictos.
El individuo movido por sus pulsiones, su historia, sus deseos y
temores inconscientes, sus necesidades narcisistas de seguridad y autoestima,
intentará encontrar aquel objeto que le prometa amor, autovaloración, poder,
pertenencia, alivio para la soledad.
A cambio de esto cada sujeto estará dispuesto a aportar su tiempo, sus
capacidades, su libido y también su dinero.
La sociedad de consumo tiene cincuenta o setenta años de historia,
cuando a través de la industrialización y la standarización aparece la
producción masiva. La oferta pasa a superar entonces a la demanda y hay que crear
la ilusión de nuevas necesidades y cualidades de los objetos para competir en
un medio saturado de estímulos.
Sobre esta trama de ideas va creciendo un sujeto, incorporando modelos
de identificación que condicionan su visión del mundo. Al llegar a la adolescencia
si alguien le dice: ¨Si tomás esto te vas a sentir bien, te va a cambiar la
vida¨, tenderá a ilusionarse con esta propuesta, coherente con su sistema de
creencias.
Todo esto se amplifica debido al desarrollo desmesurado de los medios
de comunicacióndirectamente a desencadenar el mecanismo de deseo inconsciente. A su
vez el ¨slogan¨ cumple una función particular a nivel del psiquismo,
equivalente al de una imagen, ya que no tiene la multiplicidad de sentido
simbólico que posee el lenguaje, siendo una imagen puesta en palabras. Son
palabras cristalizadas en un único sentido y tienen sencillamente la
connotación de una orden: ¨Haga esto¨ o ¨Haga lo otro¨. De este modo producen un
efecto de sugestión y condicionan a actuar de determinada manera.
Las tendencias adictivas son
también reforzadas desde otras vertientes. El desarrollo en los últimos años de
la medicina, la farmacología y nuestra capacidad de conocer mejor el funcionamiento
psíquico y somático nos han llevado a una preocupación exagerada por acceder a
un estado de salud ideal. Allí asoma una
idea mágica y omnipotente, no sólo de vencer el dolor o la enfermedad, sino
también la frustración, y aun el envejecimiento y la muerte.
La frustración no se tolera, la angustia no se tolera, sólo se busca
neutralizarlas mediante el uso de medicamentos, drogas o la compra de objetos
materiales.
Esto lleva a un empobrecimiento de las capacidades del individuo, que
en vez de buscar salidas creativas, tanto para los conflictos internos como
para las dificultades que le impone la realidad, tiende a usar sustitutos
concretos que mutilan su verdadero crecimiento.
Otro aspecto a considerar es la exigencia de in ritmo de vida cada vez
más acelerado, tanto a causa de los progresos tecnológicos, como de la
necesidad de rendimiento individual o de cumplir con determinados ideales de
realización personal.
Cuentan una ocurrencia de G. García Márquez cuando fue invitado a
recibir el premio Nobel. En el momento de bajar del avión un periodista le pide
una entrevista y él responde: ¨Discúlpeme, no estoy en condiciones de
contestar, porque con esta tecnología moderna y los viajes en avión que son ten
rápidos, el cuerpo llega antes y el alma varios días después¨.
Asimismo nuestra cultura desde un mandato heroico exige y sobrevalora
el logro de la independencia. Muchas veces el niño es expulsado violentamente
hacia el mundo, la autonomía es un valor a alcanzar cualquiera sea su precio.
Esta exigencia que no toma en cuenta los ritmos corporales y psíquicos, y los
tiempos de desarrollo de los individuos, ni los de elaboración de los
conflictos, actúa en forma traumática y lleva a la búsqueda del apuntalamiento
sobre sustitutos concretos.
Ante una realidad sobreexigida y sobreexigente el niño, el adolescente
y luego el adulto se ven impulsados hacia la sobreadaptación, cuyo fracaso
lleva inevitablemente a la marginación.
Adaptarse socialmente implicará estar conectado y eufórico, ser libre y
divertido; tener una sexualidad plena; el logro del éxito surgirá de la
creatividad, la lucidez, el rendimiento. Allí aparecerá el uso del alcohol o
los estimulantes.
Pero también frente a la impotencia y el fracaso, ante una realidad
demasiado traumática para ser elaborada, el uso de depresores y alucinógenos,
como u intento de apartarse de un mundo sentido como persecutorio.
No dejamos de vislumbrar que el individuo no es sólo víctima de los
sistemas de producción o de las patologías de una cultura, sino que obtiene
ventajas inconscientes con su situación de dependencia: la posibilidad de no
establecer una verdadera relación afectiva con los otros y el compromiso de
cuidar de ellos, la huida ante los reclamos de la vida.
En vez de esto el adicto utiliza objetos que supuestamente él controla
y puede tomar y abandonar a voluntad, es decir, maltratar.
Finalmente el adicto tratará a las personas como a cosas, que sólo
tienen valor en la medida en que él las necesita.
La familia, encrucijada del estilo adictivo
Entre la
cultura y el individuo, la familia cumplirá una función de filtro, refuerzo o
prisma divergente de los estímulos ambientales. En ella confluirán la ideología
de consumo, los ideales del grupo de pertenencia, los mandatos generacionales,
los proyectos individuales.
Cristalizadores a veces de los aspectos patológicos de la cultura,
podrá e otros casos desarrollar valores y modelos simbólicos diferentes, que
permitan al individuo un crecimiento original alternativo ante la opción de la
enajenación. En esta encrucijada aparecerán las fallas propias de ese sistema
familiar en cuanto a los valores, las leyes o los roles, así como también el
lugar particular al que cada miembro esté destinado. Las combinaciones son
múltiples entre la patología de la sociedad, de la familia, y la del individuo,
ofreciendo diferentes posibilidades de vivir y de enfermar.
De cualquier modo en las adicciones severas veremos ciertas líneas
privilegiadas que confluyen hacia el estilo adictivo. En dichas familias los
estímulos adictivos ambientales son incorporados sin mediación simbólica,
sostenidos como modalidad defensiva y transmitidos a través de la enseñanza a
los hijos, pudiendo padecer uno o varios de ellos una sintomatología adictiva.
Todas las familias enfermas y enfermantes se hallan más expuestas a este tipo
de inducción, las mismas que también generan enfermos psíquicos graves. En
ellas encontramos la confusión de los roles parentales y de las generaciones,
la falta de límites, la arbitrariedad, los secretos y los pactos inconscientes.
Dos elementos particulares vienen a reforzar esta base patógena y
tienden a orientar la sintomatología hacia las adicciones en general y en
particular hacia el consumo de drogas. El primero es el estilo adictivo, es
decir la tendencia a solucionar mágicamente los conflictos con la incorporación
de un objeto externo: medicamentos, alcohol, alimentos, adquisición de bienes materiales.
Allí el niño es criado en un estilo en que cada vez que necesita a una persona
se lo aplaca con una cosa y a su vez se identifica con los padres, a los que
vio durante años resolver situaciones sobre este modelo. La resolución de la
frustración es dirigida en cortocircuito hacia el objeto tranquilizador, en vez
de una elaboración adecuada del conflicto. Experiencia e identificaciones
confluyen así para que el niño y luego el adolescente recurran a este tipo de
salida mágica.
El otro aspecto a evaluar podríamos sintetizarlo en la idea de un mandato
heroico que incluye la valoración de mecanismos de defensa y conductas maníacas
y contrafóbicas. Allí aparece la sobrevaloración del riesgo, la omnipotencia,
la intrepidez, el desafío, como valores a lograr y mantener. Muchas veces a
expensas del juicio de realidad, del criterio, del sentido común y aun de la
autoconservación. Esto lleva con frecuencia a conductas autodestructivas, que
suelen reaparecer masivamente en la etapa adolescente y que reconocemos como
formas inconscientes de inducción a la muerte.
Muchas veces el mensaje inconsciente es reforzado por actitudes
manifiestas de poner al alcance del adolescente elementos peligrosos que aún no
se halla en condiciones de manejar. El adolescente, presionado por este tipo de
ideales, adopta sintomáticamente un estilo que Borges llamaba ¨huir hacia
adelante¨.
El hijo confundido y desgarrado entre su deseo de independencia y la
violencia ejercida por la intrusión de los ideales y estilos familiares, suele
reaccionar intentando liberarse de esta enajenación. Podrá así atacar a su
familia, al sistema, a las leyes que lo protegen y protegen a la sociedad. Y en
última instancia terminará ejerciendo la violencia contra sí mismo como
denuncia y reclamo hacia los otros, develando a la vez su propia impotencia ante
la alternativa de crecer.
La adolescencia y la reactivación
del conflicto dependencia -
independencia
Desde el
comienzo de la vida, pero luego a lo largo de toda su historia, el individuo
humano experimenta situaciones de crisis y ruptura, e instrumenta recursos de
integración y elaboración. Las experiencias de satisfacción y frustración de
las pulsiones, de unión y separación con los objetos, de completud e
incompletud, generan un espacio que podrá ser recorrido por el deseo, el pensamiento
y la palabra. Allí aparecen los objetos (concretos o abstractos), que sirven de
apoyatura a la elaboración de ese espacio y pueblan el mundo simbólico. Estos
objetos, al decir de Winnicott, pueden estar investidos transnacionalmente o
cronificarse como objetos fetichizados, que emparchan al yo o sueldan su
relación con el mundo.
Estos mecanismos funcionan permanentemente en cada sistema cultural, en
cada familia y también en el individuo. Hablamos de adicción cuando la
ausencia, ruptura o separación no son elaboradas a través del pensamiento
simbólico y los objetos transicionales, sino que son negadas, colmadas por
restituciones, actos síntomas, objetos fetichizados, que se cronifican como
soportes permanentes al servicio de una seudo-integridad.
Toda esta problemática se reactiva en lo que podríamos definir como la
¨crisis adolescente¨. Ésta es la etapa privilegiada para emprender la
dependencia a las drogas, signada por la necesidad de integrar nuevas
identificaciones, los conflictos alrededor de la sexualidad y el propio cuerpo,
la necesidad de llegar a un nuevo acuerdo con el mundo. La somatización y la
actuación suelen ser vías frecuentes para derivar estos conflictos: el uso de
drogas satisface ambos aspectos.
Sin desarrollar los elementos por todos conocidos que caracterizan a
ese momento particular de la vida, privilegiaré el eje dependencia -
independencia, para intentar comprender su actualización sintomática en la
problemática del adolescente.
Este tema se halla directamente relacionado con las adicciones como
consecuencia de intentos de resolución de tipo reactivo. Observamos que cuando
mayor es la dificultad para elaborar la separación con los padres, aparecen
mayor cantidad de conductas seudo independientes. En ellas la resolución
sintomática se hace a través de una nueva dependencia.
La independencia que el joven adicto busca es la independencia de los
padres, pero al hacerlo en forma violenta, sin elementos para ser realmente
autónomo, necesitará apoyarse en algo, y es así como termina dependiendo de la
droga, el grupo de adictos, los traficantes, los terapeutas, las instituciones
que lo tratan, los padres nuevamente.
Nos preguntamos por qué algunos adolescentes no pueden elaborar adecuadamente
sus necesidades de seguir dependiendo, junto a sus deseos de independencia.
Este problema, que llega a su punto culminante en la adolescencia, se
plantea en todas las etapas de la vida, desde la relación del bebé con su
madre.
Si cada una de estas experiencias no ha sido elaborada, sino que
tienden a negarse, el adolescente carecerá de modelos que le permitan elaborar
la angustia inevitable que genera todo crecimiento. Esto lo obliga a un
arrancamiento violento de sus padres y a asumir actitudes de rebeldía y
autosuficiencia para demostrar que no teme ser independiente.
La adicción: una historia que se hace estructura
Ciertos
aspectos que desarrollaré aquí pueden hallarse en la experiencia infantil de
cada individuo. Lo que caracteriza a la historia del adicto es la insistencia
traumática y recurrente de una modalidad de crianza inductora de cierta
organización particular de las defensas del yo y de cierto estilo relacional
con los objetos. Sobre esta base se organiza la estructura adictiva, que dadas
unas condiciones familiares y ambientales convergentes, se orientará en la
adolescencia al consumo de drogas.
Existe una continuidad estructural que va desde la persistencia de
actitudes dependientes hacia la adhesión exacerbaba de ciertos objetos, pasando
por formas leves o encubiertas de adicción, hasta las conductas francamente
autodestructivas, compulsivamente irrefrenables, socialmente inaceptables, que
caracterizan al drogadicto grave.
Tomaré como modelo al drogadicto, si bien intento preservar a la vez la
cualidad transicional y dinámica de mi enfoque, que incluye todas las formas de
dependencia patológica.
Al comienzo, la dependencia absoluta. El individuo humano necesita del
soporte del otro, tanto para sobrevivir, como para la instauración de la vida
psíquica.
La madre, el entorno, ejercen una influencia que, además de necesaria,
es inevitable, dejando así su marca en la significación de las pulsiones y en
el registro de las percepciones. De esta experiencia surgirá el yo con una
modalidad propia del relacionarse con su mundo interno, su cuerpo, la realidad,
los otros. Un sujeto marcado por la cualidad de sus zonas erógenas y modos de
satisfacción, la adhesión a ciertos objetos, su estilo de relacionarse con el
mundo.
Así el individuo humano, junto a la satisfacción de la necesidad,
encontrará los caminos del placer, pero quedará también marcado por las huellas
traumáticas, tanto de la insatisfacción como de la intrusión del otro. El
deseo, con su despliegue simbólico, y la compulsión a la repetición, con su
monotonía tanática, reconocen así un mismo origen, un mismo tiempo. Es el
tiempo de la oralidad, de la identificación primaria, del narcisismo, de la
construcción del ideal. Pero también es el territorio del objeto. Al
pensamiento omnipotente que rige el mundo interno, corresponde la omnipotencia
real de la madre respecto del mundo externo.
En la adicción reencontramos esa búsqueda compulsiva del objeto que suministra
todo y remite a las primeras formas de dependencia. La persistencia del modelo
de dependencia absoluta estará determinada por las vicisitudes en la
elaboración de los pares satisfacción - frustración, unión - separación.
En el desarrollo humano algunos objetos son ofrecidos desde la madre y
elegidos por el niño para favorecer esta transición y proteger al sujeto tanto
de la pérdida del objeto, como del riesgo de la fusión con él. En la estructura
adictiva aquellos objetos que debieran abrir el camino del deseo y del
pensamiento se hallan sobreinvestidos, ocupando un lugar de privilegio en la
dinámica psíquica obturando el despliegue simbólico.
Conceptualizar la adicción como la consecuencia de una manera
particular de falla en el encuentro entre el sujeto y el objeto. Esta falla
estaría negada a través de la interposición de objetos concretos que generan
una particular disposición en el vínculo.
Existe en la primera infancia un desencuentro con la persona de la
madre. Ésta tuvo el estilo de dejar en su lugar a objetos -cosas inanimadas-
incapaces de transmitir afectos, y sólo utilizables para consolarse durante su
ausencia, produciendo en el chico dolor, frustración y un estilo emocional
caracterizado por buscar su satisfacción a través de las cosas. El sujeto, al
no poder construir un buen objeto interno, necesitará siempre de un objeto
concreto para calmar su ansiedad. ¨Objeto ¨cosa¨ que estará revestido de
múltiples sentidos: odiado e idealizado por estar allí en el lugar de la madre,
fetichizado porque permite negar su ausencia y también investido por la
transferencia de los afectos ambivalentes hacia la madre. Madre doblemente
muerta: ausente y a la vez sustituida por un objeto inanimado.¨
Podríamos describir la constitución de la adicción como a una escena en
que el otro deseado, vivo y deseante se sustrae, ofreciendo como sustituto un
objeto inanimado y sin deseos. Impostura donde la ¨cosa¨ deberá ocupar el lugar
de la persona del otro a la vez que el lugar del objeto psíquico.
Este objeto inanimado reemplaza a la madre sin representarla, o más
aun, sin permitir que ella sea representada, única manera de no perderla en
forma definitiva.
Con esta tendencia del adicto de buscar su alivio y satisfacción en
cosas inanimadas con las que no se comunica realmente, confluye la tendencia de
nuestra sociedad de ofrecernos cada vez más objetos de consumo concretos y cada
vez menos posibilidades de despliegue de verdaderas relaciones afectivas.
Me refiero a la estructura adictiva como una forma de fijación a la
dependencia infantil, y a la aparición de la drogadicción como cristalización
de un síntoma que corresponde a esa estructura. El adicto, vacío afectivamente
por su desencuentro emocional, estará a su vez dispuesto a que las personas no
le importen más, sino sólo las cosas que rápidamente puedan aliviarlo. El
vínculo con estos objetos estará teñido de intensa ambivalencia: amoroso y
despótico, idealizado y persecutorio, oscilando en función del grado de
necesidad que el sujeto siente en cada momento. Las características de la
relación son la voracidad, la desconsideración por el objeto, la idealización y
la denigración.
Dependencia libidinal, dependencia tanática
El individuo
humano se organiza como persona evitando el riesgo y la tentación de dos alternativas
igualmente tanáticas: la dependencia absoluta y la autosuficiencia narcisista.
La dependencia, necesaria e inevitable, instaura la posibilidad de amar
al otro y de vivir en el mundo de los objetos. Se torna adictiva cuando ese
otro se torna cosificado, utilizado sólo para aplacar la angustia y someterse
al objeto, manteniendo la ilusión de sojuzgarlo.
La independencia, deseable, esencial para el crecimiento, abre el
camino hacia la integración, la individualidad y la libertad. Puede fijarse en
un estilo omnipotente y destructivo cuando culmina en el rechazo del otro, el
aislamiento, la soberbia narcisista. Encierro también que muchas veces condena
a la necesidad de depender patológicamente de objetos, para sostener la ilusión
de independencia absoluta.
Del mismo modo la civilización ofrece al individuo un espacio vital
para el despliegue simbólico, a través de objetos e ideales que favorecen el
desarrollo de la persona y la ruptura de la dependencia infantil.
La paradoja estriba en que toda estructura social necesita sostener su
poder a través de la masificación y del borramiento de las diferencias,
necesarios para cohesionar un partido político, una secta, una religión o
vender un producto fabricado en serie. Por este camino la cultura, incitando a
la fetichización de ciertos objetos, genera nuevas formas de dependencia.
Revista de
Psicoanálisis. Editada por la Asociación Psicoanalítica Argentina. Separata,
Tomo XLVII, Nº 4, 1999.
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