“Yo siento que falta algo”
¿Qué le puede decir
la política al psicoanálisis? ¿Qué le puede decir el psicoanálisis a la
política? Se pregunta el autor y, en la tarea de buscar respuestas, traza una
breve historia, desde aquello que faltaba en los años ’70 hasta lo que quizá
falta hoy.
Por Jorge Alemán *
¿Qué le puede decir el psicoanálisis a la política?
¿Qué le puede decir la política al psicoanálisis? En los años setenta, tomó un
énfasis especial la segunda cuestión. ¿Qué terminó diciéndole la política al
psicoanálisis? La experiencia política de aquellos años fue adquiriendo tal
intensidad que se transformó en el núcleo de significación de todas las
prácticas y teorías que estaban en curso; todas fueron radicalmente afectadas
por la experiencia política de la época. Yo trabajaba en el departamento de psicología
social de un sindicato, el sindicato Eva Perón de Empleados de Comercio. La
psicología social adquirió en aquel entonces una fuerza epistemológica y
clínica muy importante. Podría decir que avanzó sobre el psicoanálisis, lo
determinó en cada uno de sus aspectos; fue haciéndose cada vez más fuerte la
idea de que había una determinación social de la experiencia subjetiva. El
fenómeno de la experiencia subjetiva siempre debía ser captado en su horizonte
de determinación social.
Hay que recordar, de aquel tiempo, los desarrollos
de Pichon Rivière, los trabajos de Frantz Fanon, todos aquellos esfuerzos por
vincular a Freud con Marx; en un balance muy rápido, sin duda fueron
beneficiosos. En el departamento de psicología social del sindicato, muchísimos
trabajadores asistían a los cursos que impartíamos. Vinculábamos todos los
problemas de la subjetividad con los problemas políticos de la época y su
determinación social. La pérdida, en todo caso, consistió en desdibujar cierta
especificidad que hace a la constitución misma del sujeto: la especificidad que
estudia la teoría psicoanalítica, la manera en que el psicoanálisis de Freud y
Lacan intenta aislar teóricamente, para una experiencia clínica, lo que es el
sujeto en su singularidad más radical.
Un ejemplo clarísimo es que entonces la locura, la
psicosis, prácticamente perdió su especificidad clínica, considerada como un
fenómeno de exclusión social. Se ponía el acento –y los textos de Frantz Fanon
habían tenido una gran influencia en esto– en el hecho de que, tratándose del
“loco”, lo que había que captar primero era su condición de excluido social;
formaba parte de un régimen de dominación que lo había excluido y que lo
etiquetaba como loco. Podríamos decir que hubo una suerte de sociologización de
la subjetividad. Hubo una suerte de reabsorción de todo el campo de experiencia
de la singularidad subjetiva en el orden de las segregaciones sociales.
En años ya más difíciles, apareció el Antiedipo, de
Gilles Deleuze y Félix Guattari, texto que no tuvo tiempo de difundirse porque
ya había empezado la represión. Los planteos que transmitía no tuvieron tiempo
de madurar teóricamente entre nosotros, pero fue y sigue siendo un esfuerzo
teórico para llevar el psicoanálisis a una práctica anticapitalista; arrancarlo
de su posición “familiarista”, teatral y edípica, y reinscribirlo en otro
modelo teórico. Recordemos fórmulas muy celebres del Antiedipo como: “el
inconsciente no es un teatro: es una fábrica”, o el papel revolucionario que se
le asignaba a la figura del “esquizo”, el intento de reformular al
psicoanálisis en el esquizoanálisis. Probablemente el Antiedipo fuera la
consecuencia final de un largo recorrido cuya vocación fue inscribir el
psicoanálisis en el orden de las prácticas sociales; presentaba una determinación
de la emergencia de la subjetividad atribuida a las infraestructuras económicas
u otros dispositivos de poder, más que a la propia constitución del sujeto.
Así que, en aquella época, fue la política la que
le dijo muchas cosas al psicoanálisis. Le dijo al psicoanálisis que era
individualista, que era burgués, que no tenía verdaderamente una teoría de la
infraestructura económica, que no tenía una teoría de la ideología y de la
determinación de clase, que no tenía nada relevante para decir con respecto a
los proyectos de emancipación, que estaba sofocado y asfixiado en su
terapéutica individual o familiar. Si buscamos libros o películas de aquel
entonces encontraremos muchas referencias a esta cuestión. Recuerdo una
película, Heroína, donde estaba un psicoanalista muy famoso, Emilio Rodrigué,
hacía de psicoanalista, y hacía de paciente otro psicoanalista ya famoso
entonces, Tato Pavlovsky. En un momento, el paciente le decía: “Yo siento que
falta algo”, y la cámara tomaba una manifestación callejera. Estaba el pobre
neurótico diciendo que le faltaba algo y el reverso de esa escena
psicoanalítica era una manifestación. Esta película presentaba a dos
psicoanalistas paradigmáticos de aquel entonces atravesados por una falla
esencial. Eso que le faltaba a ese señor, y que estaba sucediendo en la calle,
metaforizaba lo que la política le decía al psicoanálisis. Hoy lo voy a decir
en términos lacanianos: la política fue el significante amo del psicoanálisis,
en el sentido de que lo intervino, le puso condiciones, lo interpeló.
Sin garantías
Pero este legado, como todo legado, es algo a
descifrar. Uno no sabe del todo cuál es su legado, un legado no es algo que uno
pueda interpretar de una vez y para siempre, uno nunca sabe quién es dentro de
una herencia, qué lugar tiene en lo que ha heredado. Un legado se vuelve más
importante cuanto con más fuerza te interpela y más elementos presenta para
descifrar. Hoy, en relación con este legado, la pregunta es: ¿qué le puede
decir el psicoanálisis a la política?
Transcurridos aquellos años, visualizados
retroactivamente aquellos proyectos, sus límites, sus condiciones, sus
consecuencias, empieza a tomar forma una idea decisiva en lo que podríamos
llamar genéricamente el campo “posmarxista”, es decir, el campo en el que se
intenta ver la política no como mera gestión ni como subsistema de la realidad
ni como carrera profesional, sino como experiencia transformadora, como
experiencia radical. Se trata de la política en tanto abre un interrogante: de
qué es capaz un colectivo humano y de qué es capaz cada uno de nosotros en
relación con un colectivo humano.
Ahora, me parece, vuelve a tomar fuerza la cuestión
de la subjetividad. Ya no se puede, como en aquellos años, ahogar la
especificidad del sujeto, su diferencia radical, su constitución singular, su
propia historia incomparable. No se puede subsumir esto en un proyecto
homogéneo. El desafío más apasionante, más difícil, que no encuentra fórmulas
fáciles, que exige una invención, ya que no hay nada previamente definido ni articulado,
es mantener la especificidad del sujeto; preservar lo que las enseñanzas de
Freud y de Lacan han postulado con respecto al sujeto y vincular esto con los
proyectos emancipatorios. De tal manera que los proyectos emancipatorios no se
puedan volver una coartada para borrar la singularidad del sujeto, pero también
de tal manera que esa singularidad del sujeto no conduzca a una nueva forma de
individualismo más lúcida o a una nueva forma de sabiduría cínica para estar en
este mundo, “que ya sabemos que nunca va a tener arreglo”.
En los ‘70, muchas veces intentamos amoldar el
sujeto al proyecto emancipatorio, como si las piezas encajaran. Había en
aquella época muchas facilidades para que así ocurriera. Primero, estábamos
convencidos de que la historia tenía un sentido; segundo, pensábamos que la
historia necesariamente iba a cumplir ese sentido, y, tercero, pensábamos que,
si la historia iba a cumplir necesariamente ese sentido, había lo que se podría
llamar una teleología de la historia. También pensábamos que esa finalidad de
la historia tenía un sujeto ya elegido: para los marxistas, el proletariado;
para el movimiento nacional y popular, la clase trabajadora; en todo caso
pensábamos que ese progreso era inexorable, que ese sujeto estaba destinado a cumplir
el proyecto emancipatorio y que, si el sujeto no cumplía ese proyecto
emancipatorio era porque aún estaba alienado, porque aún no podía reconocer su
propio deseo o porque aún no contaba con los medios y las condiciones para
establecerse en ese proyecto.
Había una intención, una vocación, un esfuerzo por
acomodar el sujeto a la lógica emancipadora tal como se concebía en aquel
entonces, como una lógica que necesaria e indudablemente se iba a cumplir. La
historia estaba a favor de nosotros. Los obstáculos no eran más que intentos de
impedir que la historia se realizara como tal; se podía eventualmente bloquear
la historia, pero esto era circunstancial; tarde o temprano el obstáculo iba a
ser superado. La historia iba a realizar su trabajo. Había, como vemos, una
idea finalista de la historia, una idea que, podríamos decir, respondía a una
cierta versión canónica de Hegel: la idea de un sujeto que, de un modo
dialéctico, se encarna en este proyecto histórico y realiza un fin de la
historia.
La noción del fin de la historia después se
popularizó bajo la versión democrática neoliberal. Pero hay un fin de la
historia en Marx: la idea de una sociedad reconciliada, sin clases. Marx había
elegido al proletariado como esa clase que encarnaría el universal y haría desaparecer
el Estado, bajo la forma de la sociedad comunista. Y estaba la noción de la
liberación, como una idea redentora de la historia donde el sujeto finalmente
iba a alcanzar una cierta plenitud, una cierta realización en la sociedad
liberada. Estos proyectos de aquellos años admitían fracturas, rupturas,
admitían procesos clínicos, admitían enfermedades, pero eso tarde o temprano
iba a quedar reintegrado en una sociedad distinta que iba a disolver y eliminar
esas fracturas.
Ahora es más difícil. Hoy sabemos que la historia
carece de sentido, que está atravesada por una contingencia radical, que no hay
nada que lleve a la historia necesariamente a cumplir tal o cual proyecto. Un
proyecto se va a cumplir en la medida en que el deseo de ese proyecto se sostenga,
en la medida en que la apuesta por ese proyecto se sostenga, y esa apuesta no
está garantizada por la historia misma. Eso por el lado de la historia. Por el
lado de los sujetos, ya no pueden ser presentados sólo como resultado de
determinaciones sociales. Hay dimensiones del sujeto que exigen una elaboración
más fina. Me refiero al modo en que Lacan teoriza cómo el sujeto adviene en el
campo del lenguaje; el lenguaje es una infraestructura, no una superestructura.
Lo que puede ser superestructura son los códigos comunicacionales, las formas
de hablar, las formas lexicales que caracterizan una época. Pero el modo en que
el sujeto emerge en el campo del lenguaje es la estructura misma. Y luego,
además, al sujeto le suceden muchas cosas: le sucede la neurosis, le sucede la
psicosis. Eso tiene su propia especificidad; le sucede eso que no puede nunca
terminar de metabolizar simbólicamente y que Lacan llama lo real. Le sucede la
pulsión de muerte, que no es precisamente muy progresista que digamos, ya que
está ligada con la compulsión a la repetición. Le suceden un montón de cosas
que conviene tener el coraje de afrontar para decir: “Esta vez, tratemos de
pensar los proyectos políticos sin engañarnos respecto de la condición humana”;
sin buscar coartadas, sin andar disimulando cómo está hecho el sujeto.
No es verdad que la psicosis sea producto de una
explotación social; no es verdad que la servidumbre voluntaria sea puramente
resultado de la voluntad de dominación de los opresores; no es verdad que a una
sociedad la mantiene sólo la represión que viene desde arriba. Es todo mucho
más complejo. Entonces, si se trata de la emancipación: “Hay una fuerza
exterior que nos oprime y, si nos liberamos de esa fuerza, nos realizaremos
plenamente”. Por supuesto, es una condición liberarse de esa fuerza, pero
después tenemos que ver qué pasa con la propia experiencia subjetiva, que nunca
se va a realizar plenamente. No existe ni existirá una sociedad donde el sujeto
no esté dividido, donde su relación con el otro sea armónica y ya no quiera
matar al vecino o suicidarse o encontrar cualquier tipo de solución extraña y
bizarra para su existencia.
Esto puede encauzar o al menos proponer unas nuevas
condiciones para el diálogo entre el psicoanálisis y la política; un diálogo
que privilegie las tensiones, sin llegar a la idea hegeliana de la integración
dialéctica del todo, donde el psicoanálisis quedaría integrado finalmente en el
movimiento interno de lo social; entendiendo que estamos entre tensiones
irreductibles, que estamos todo el tiempo haciendo la experiencia de algo que
no encaja bien. Se trata, por ejemplo, de pensar cosas que el psicoanálisis no
desarrolló mucho, como el tema de lo común o el tema de la igualdad, pero
manteniendo rigurosamente lo que la enseñanza del psicoanálisis mantiene acerca
del sujeto.
* Extractado de una conferencia dictada en Buenos
Aires ante estudiantes de Psicología.
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