Daniel Link
Una noche helada, tapado hasta la barbilla, escucho (sin mirar) un “debate televisivo” a propósito de la ley de despenalización del consumo de drogas. Las posiciones son, como siempre, dos (el modelo no es la guerra, donde hay sistemas de alianzas entre posiciones
diversas, sino el fútbol, y no es raro que el debate suceda en un escenario
acostumbrado a la discusión de las vicisitudes de los campeonatos de pelota), y
los contricantes de una pobreza argumentativa que da miedo: ¿se dirá lo mismo
en las cámaras parlamentarias?
De pronto, escucho una voz
irreconocible que sostiene una hipótesis hasta entonces no manejada, una
posición que se sale de la aprobación o el rechazo bienpensantes cuyo sentido
último sería “salven al villero”. El hombre (¿quién era?, lamento no poder
decirlo) dice: hay que legalizarlo todo, no sólo el consumo, también la venta.
Creo que fue Sergio Bagú, pionero de la
“teoría de la dependencia”, uno de los primeros en vincular los procesos de
desarrollo latinoamericanos con el mundo global, quien en un libro de una
lucidez que no ha mermado un ápice, Tiempo,
realidad social y conocimiento (1970),
señaló que el capitalismo sólo sobrevive gracias a la existencia de una
economía informal relacionada con la producción y distribución de drogas
“ilegales”. O sea: en la ilegalidad del tráfico de drogas, el capitalismo
encuentra su posibilidad de existencia.
Al declarar prohibidas la fabricación,
venta y consumo de determinadas sustancias (desde la elegante planta de cannabis
sativa hasta las drogas de diseño), el capitalismo sustrae
del sistema fiscal la parte que necesita para seguir imponiendo su esquema de
injusticias planetarias (razonaba Bagú, si no recuerdo mal).
Hay, por lo tanto, una relación de
complicidad entre Capitalismo y Estado cuando lo que se impone es el modelo
prohibicionista, cuyo objetivo último no es la salud poblacional, como esgrimen
los curitas poco educados y los doctores al servicio de la salubridad pública
(esa biopolítica que nos atraviesa), sino la explotación, la miseria, la
infelicidad de todos y cualquiera.
Cada vez que se ha dado una batalla por
la legalización de algo, el argumento es el mismo: “sería una catástrofe”. Pero
la catástrofe, al autorizarse el divorcio o el matrimonio entre personas del
mismo sexo, o la rectificación registral, no se produce, no se producirá nunca.
Imaginemos una ley que autorice la
producción y comercialización de “sustancias” hasta ahora ilegales: marihuana,
cocaína, drogas de diseño. ¿Qué pasaría?
El Estado regularía esa producción,
controlaría los estándares de calidad, gravaría impositivamente la actividad
(el sueño de los que sueñan con dólares que se escurren entre los dedos). El
consumidor podría saber qué está comprando, el porcentaje de tetrahidrocannabinol (THC)
de la marihuana que fuma, el origen de la semilla, los excipientes agregados al
sobrecito de cocaína, la duración del efecto de la pastilla...
Desaparecería de golpe esa economía
informal del miedo y la corrupción, los muertos arrojados en la vía pública por
la guerra de carteles, desaparecerían la mafia y el flagelo de la droga.
Por supuesto, habría que desarrollar,
al mismo tiempo, campañas educativas que explicaran los riesgos de la
dependencia, la diferencia entre una sensación de anestesia corporal y una
alucinación psicótica, en fin: los riesgos de la droga. Habría que educar.
Siempre ha habido (la etnología lo ha
registrado) sociedades con chamanes y sociedades sin chamanes. El chamán
representa, en las comunidades donde su función es esencial para la
supervivencia del grupo, ese punto de sabiduría en relación la producción de
estados alterados de conciencia (se denomina “enteogenéticos” a esos estados
porque nos conectan con el dios que nos habita).
No es casual que el capitalismo, en su
avance triunfal hacia su propia nada, haya aniquilado las sociedades con
chamanes. El chamanismo no es una religión, y el chamán está más bien del lado
de una política de la salud. En la hipótesis que manejo, el Estado adoptaría la
función social del chamán.
La prohibición del consumo (o la
producción, o la distribución) de tal o cual cosa (desde el alcohol hasta el
éxtasis líquido) tiene sólo un fundamento religioso: esa religión se llama (desde
Benjamin hasta Agamben) capitalismo.
Eso es un círculo vicioso: “salven al villero”
dicen los curitas iletrados y los abogados de la derecha más vil, y lo hacen en
nombre de ese gigantesco dispositivo que produce desigualdad social, exclusión,
angustia y violencia.
Publicado en el diario Perfil, el sábado 9 de junio de 2012
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