“Te quiero sin saberlo”
Muchos hombres, neuróticos obsesivos,
se protegen –sostiene la autora– mediante “enredos laberínticos”, ya que “a la
hora del amor temen ser devorados por un Otro que desea”; así “evitan
encontrarse con la mujer de sus deseos o quizá de sus sueños”.
La histeria se queda con las ganas en el amor, sosteniendo siempre que
existe una mujer que las tiene todas; y el obsesivo sufre en secreto haciendo
de su vida un via crucis permanente que hace imposible acceder al objeto que
causa su deseo. Y, como la dimensión amorosa se teje en la trama misma de la
neurosis, el problema del amor siempre se presenta con la modalidad típica de
la histeria u obsesión. ¿Pero por qué el amor es un problema? Amor y castración
van de la mano: el amor implica siempre un encuentro con la propia falta; “Me
haces falta”, se dicen los enamorados. Y esto en los hombres tiene una
relevancia sustancial: reconocerse en falta es feminizarse.
En realidad, la posición frente al amor
es siempre femenina: así, representa una dificultad mayor para hombres que para
mujeres, aunque éstas no se quedan muy atrás, sobre todo en estos tiempos en
donde encontramos una tendencia creciente a la virilización en el mundo
femenino, tal como lo sostiene Lêda Guimaraes (“El estatuto de la feminidad en
nuestros días”, en Revista Logos Nº 7, Buenos Aires, Grama Ediciones, 2012). Un
hombre que se asume enamorado corre un alto riesgo: castrarse. Cuando el
hombre, tocado por el amor, no puede tolerarlo, suele ponerse al reparo
permaneciendo en una posición que lo resguarde. Protegerse contra los riesgos
que ocasiona enamorarse es una respuesta típica en los hombres, y la coraza
protectora puede adquirir múltiples modalidades de presentación.
Una de ellas es el cálculo: es una
situación muy común y la encontramos en el conjunto de argumentos que los
hombres construyen para no involucrarse con una mujer que, sin embargo, les
interesa. Es muy probable que el cálculo sobrevenga cuando ya el hombre ha sido
tocado por una mujer que le importa, aunque también se puede ubicar
previamente, en la serie de pensamientos que –con muy buenos argumentos, tal
vez los mejores, para abonar la idea de mantener distancia– impiden el acceso a
ella. Esto da como resultado que él no pueda llamarla ni decirle nada o mostrar
algún signo de interés. Esta actitud tiende a alejar a cualquier mujer que
pretenda tener una relación estable con un hombre, ya que abona en ella la idea
de no ser deseada.
El obsesivo va en el sentido contrario
al objeto que causa su deseo. Bernardino Horne lo ha formulado con precisión al
afirmar que “La neurosis obsesiva es una burocratización de la fobia”. Es una
manera clara y certera de presentar a la obsesión hermanada con la fobia: un
disfraz de enredos laberínticos que preservan al sujeto del encuentro con la
falta. Pero, ¿cuándo se precisa una fobia? La fobia se instaura cuando el
sujeto se encuentra con una falta que tiene para él estatuto de abismo, es
decir de ilimitado; el peligro es perder el ser bajo el signo del fantasma de
devoración, como enseña Lacan en el Seminario “La relación de objeto”. A la
hora del amor, el obsesivo teme ser devorado por un Otro que desea. Por eso le
resulta mucho más fácil someterse a cualquier requerimiento que se imponga
dentro de los cánones de la demanda y evitar encontrarse con la mujer de sus
deseos o quizá de sus sueños.
Otra forma en que esta caparazón se
presenta es la de lo efímero. Es muy frecuente en las relaciones hoy en día,
donde abundan los encuentros ocasionales, el acceso rápido, lo pasajero y lo
fácilmente olvidable. Son todas formas de preservarse o de no involucrarse en
una relación donde el deseo esté comprometido. Tal vez sea ésta la nueva
vestidura del anacrónico “don Juan”, posición viril o masculina que hoy
encontramos tanto en hombres como en mujeres.
Y también está el rechazo; éste suele
presentarse bajo una modalidad renegatoria: hacer como si nada hubiera ocurrido
y afirmarse en la convicción de que la vida puede seguir perfectamente bien,
igual que antes. Lo que está renegado en este caso es el acontecimiento
amoroso. Alain Badiou es quizá quien lo explica de la mejor manera: “El amor se
inicia siempre con un encuentro. Y a este encuentro yo le doy estatuto –de
alguna manera metafísico– de acontecimiento, es decir, de algo que no ingresa
en la ley inmediata de las cosas”; “El encuentro entre dos diferencias es un
acontecimiento, algo contingente, sorprende. Las sorpresas del amor” (Alain
Badiou, Nicolás Truong, Elogio del amor, Paidós, 2012). El movimiento
renegatorio es un empeño en no dar lugar, porque, como dice Badiou, el
acontecimiento como tal no ingresa ni encaja en la ley inmediata de las cosas,
es decir en nuestro mundo previo. Por eso un encuentro-acontecimiento divide el
tiempo en un antes y un después. Muchas veces se requiere de gran coraje para
asumir los efectos de ese encuentro que altera lo preestablecido, cambia el
programa calculado de antemano.
Pero vayamos ahora al “seguro contra
todo riesgo”, expresión que también emplea Badiou en esa obra. Muchos hombres,
y también mujeres, intentan hacer del amor un lugar de seguridad absoluta,
donde el riesgo sea cero. Intentan construirse un modo “seguro” de vincularse
que, a los seres atravesados por la sexuación, los proteja de la posibilidad de
enamorarse. “¡Tenga el amor sin el riesgo!”, “¡Se puede estar enamorados sin
caer en el amor!” “¡Usted puede enamorarse sin sufrir!”, ironiza Badiou. Bien
sabemos que el amor riesgo cero es otra cosa que amor.
Veamos un caso: se trata de una
relación que pareció funcionar durante años sin ningún compromiso de ambos. Se
llamaban semanalmente o quincenalmente, por lo general muy tarde: así no se
daba lugar a ningún programa sino como si fuera algo espontáneo, que se da
cuando se da. El problema se suscitó cuando ella empezó a darse cuenta de que
él le importaba. Entonces las cosas cambiaron radicalmente para ambos. Cuando
ella advirtió que comenzaba a involucrarse mucho, le dijo a él que iba a
alejarse, y el hombre la dejó ir. El no pudo-no quiso asumir compromiso alguno
con su deseo. Este caso de la clínica es bastante común, y seguramente puede
despertar distintas resonancias de situaciones similares. Es muy frecuente en
hombres casados, que se vinculan con otra mujer “aclarando”, de antemano, que
no van a llegar muy lejos en un compromiso, pero después se verifica que la
relación llegó muy lejos en el tiempo, en la frecuencia y en la calidad de los
encuentros. ¿Cómo se puede decir a priori cómo uno se va a manejar con un amor?
¿Cómo calcular anticipadamente los efectos que va a tener el Otro sobre uno?
¿Qué es una mujer?
¿Qué es, para un hombre, una mujer? En
el Seminario “RSI”, Lacan formula la pregunta así: “¿Qué es una mujer, para
quien está estorbado por el falo?”. Y contesta: “Es un síntoma”. Sabemos que el
síntoma es una formación del inconsciente: si una mujer entra a formar parte
del inconsciente del hombre, quiere decir que él se ha sentido tocado por ella.
Y esto se manifiesta en los que Freud llama retoños de la formación del
inconsciente: una mujer es sueño, es acto fallido, es lapsus, es síntoma. El
deseo del hombre por esta mujer es más que claro, pero hay que poder admitirlo.
Luego, en el Seminario “El sinthome”,
Lacan avanza en la formulación y dice que la mujer es para el hombre su
sinthome: se ubica así como el nudo que anuda a un hombre. ¡Qué lugar! Aunque
es importante precisar que el sinthome, cuarto nudo que hace que lo real,
simbólico e imaginario se mantengan juntos, puede adquirir distintos valores.
Por ejemplo en el “caso Schreber” –sobre el que escribió Freud–, el amor a su
mujer cumple una función de estabilización subjetiva; pero el sinthome es el
broche que, a veces como resultado de un análisis, anuda al sujeto cuando ha
podido salir de la lógica que sustenta la neurosis. En este último caso se
trata del lugar más preciado que podría tener, para un hombre, una mujer.
Con-sentir
Con-sentir, escrito así, conduce a un
doble movimiento: por un lado, el consentimiento, en este caso consentir al
amor; pero también la decisión de “sentir con”. Si antes hablamos de coraza,
ahora se trata del coraje, como actitud necesaria en un hombre cuando una mujer
se vuelve inolvidable. No todos los hombres pueden o quieren con-sentir, ya que
esto implica un profundo compromiso ético. Ya sabemos que el deseo no es
cómodo, cuesta, siempre se requiere pagar por él.
Cuando un hombre se dispone al amor,
los efectos de alegría y entusiasmo se manifiestan rápidamente, pero cuando
puede con-sentir al amor y deponer sus defensas, los beneficios son mayores, no
sólo para él sino para quien elige caminar a su lado. Estos que ahora son dos
diferentes pueden construir juntos un nuevo andar, que no es la sumatoria de
uno más otro, sino algo nuevo que surge y se arma entre uno y otro. Uno no es
siempre el mismo con cada pareja que tenga, uno es cada vez algo distinto y
algo parecido, y abrirse a un nuevo amor es construir un nuevo espacio común.
Pero, para que esto sea posible, el
hombre debe declinar algo de su interés fálico, es decir: feminizarse.
Feminizarse en el amor no equivale a afeminarse. Feminizarse es una posición
que al hombre lo enriquece y le suma virilidad. Es la decisión de con-sentir al
encuentro con el otro y hacer de ese encuentro una experiencia inédita, única.
Cuando el amor toca una verdad, su característica principal es la novedad.
Cuando una mujer cree en su hombre y
sabe de su dificultad, puede ayudarlo, si él lo permite, a salir de su rigidez,
de su armadura defensiva. Ella debe creer en él y él con-sentir a ella y a lo
femenino que ella despierta en él; debe dejarse llevar por su amor. Consentir
al acontecimiento amoroso, como encuentro siempre contingente, requiere una
posición decidida frente al amor, que deje atrás el modo neurótico de existir.
*
Psicoanalista. Autora del libro Caras del goce femenino. Texto extractado del
trabajo “Posiciones del hombre frente al amor”, que puede leerse enwww.imagoagenda.com/articulo.asp?idarticulo=2135.
- Publicado en el diario Página 12, suplemento
Psicología, el 29-01-16. Buenos Aires. Argentina.
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